jueves, 7 de febrero de 2008











Castellfort. 7 Diciembre 2004.
EL CAMINO DE CASA
Seguramente la niebla tuvo la culpa. Esa niebla blanquísima, espesa como nata. La que devuelve luces y refleja siluetas, un espejo cóncavo de pura nube que me atrapó en la loma y ya no me abandonó hasta el pueblo. Había que adivinar la calle Ancha, la panadería, el entrador de la Plaza…
Día de matanza. Unos cuantos se afanaban dentro del pequeño matadero; cortando, repelando, tostando, moviendo la sangre en un batir sin pausa para evitar la coagulación. Los niños jugaban a fútbol (fresas los carrillos del frío y las carreras) con la hinchada vejiga de alguno de los animales recién sacrificados a modo de improvisada pelota.
En casa de Paqui, el matacerdo iba por todo lo alto. Entre trabajo y fiesta, envueltos por el aromático vapor del perol donde hervía el calducho de las morcillas de arroz, hombres y mujeres salaban lomos y costillares, daban cuerda al embutido, transportaban fuentes de mondongo y tajadas (el fetge negre, el fetge blanc, la careta de cuencas vacías) para las brasas del almuerzo.
Fuera, la niebla seguía disfrazándolo todo con su velo húmedo. El horizonte en la montaña jugaba al escondite con la torre campanario cuando enfilé el callejón de casa.
La casa, la crisálida. La piedra hueca que protege y cura el mal de ausencia, esperándome como siempre. Tan cargada de historia y de presencias que es imposible sentirse sola en ella.
La leña comenzaba a arder con buena llama, pero aún hacía frío. Acurrucarse; el placer de encogerse bajo la manta, cerca del fuego. La música bajito, la luz tenue. Luego dormir, relajadamente, sin prisa porque no hay prisa para despertar.
No puedo recordar en que momento miré por la ventana. Sé que atardecía sin que la niebla hubiera cedido un metro. Seguía ahí fuera, reina y señora del aire, invadiendo la tierra, lamiendo la reja de la barandilla, tocando en los cristales con sus nudillos blancos. Abrí la puerta y salí al corazón de una nube.
Caminé de frente, los brazos extendidos, buscando a tientas el frío contacto del hierro, sin encontrarlo. Quizá había calculado mal la distancia, puede que la dirección. Giré y seguí muy despacio hacia adelante largo rato, sin toparme con nada, envuelta en millones de gotitas diminutas, sin ver y sin ser vista, escondida de todos y de todo, por aquella niebla.
Intenté volver a entrar y di la vuelta… Pero no había frente a mí ninguna pared. Busqué el reflejo de las llamas que debería estar ahí, en alguna parte, asomando al cristal de las ventanas la calidez segura del interior, pero tampoco. Ni un retazo naranja, ni una chispa. Nada.
Estaba perdida. Completamente perdida en lo que hacía apenas un momento había sido la terraza de mi casa. Suspendida sobre la calle, sobre la roca, sin siquiera el consuelo de notar las baldosas bajo los pies porque el suelo se había vuelto mullido, tan blando que me hundía hasta los tobillos a cada paso.
Costaba avanzar a ciegas por aquella cama de musgo y vegetación, los ojos muy abiertos, los dedos palpando la nada, todavía mas despacio…
Entonces lo vi.
Recortándose entre mil jirones sedosos que parecían abrirse ante su tronco y abrazarle suavemente, como para no molestar al gigante dormido. Allí estaba el árbol.
Yo también abracé su piel de madera, mi cara apretada contra la cota de malla del vestido, infinitamente alegre por el reencuentro. Alegre hasta las lágrimas.
Después apareció otro, y otro más. Fueron dejándose ver mientras yo iba acariciando cortezas trenzadas en red, sintiendo correr bajo su piel de árbol la sangre verde que alimenta desde hace siglos aquellas ramas altísimas. Sus años infinitos en mis manos. Cantándoles una canción de árboles viejos para acunar la música del viento entre las hojas. El tiempo se paró y era mentira el tiempo.
Seguía intentando recordar la senda de bajada, buscando la salida, el camino de vuelta. Sin angustia esta vez, sin prisa, escondida de todos y de todo, menos de ellos.
Rompiendo el algodón del aire, una luz le abría heridas a la noche. Una ventana quizá. Una casa caliente y habitada. ¿Por qué no la mía?
Me acerqué a aquella luz, a los postigos abiertos y miré de nuevo, esta vez hacia dentro, al pequeño paisaje de la sala donde también ardía un fuego amable y vivo… Pero no era mi casa, ni mi fuego.
Era el tuyo, y tú quien dormitaba muy cerca de los leños.
Tenías los ojos tristes de los mastines cuando te levantaste y pegaste la cara al vidrio para mirar afuera. La misma mirada que conozco, la que a veces me atraviesa sin verme, como si yo estuviera hecha también de cristal, como si fuera transparente, como si no existiera.
Abriste la puerta para salir afuera, al corazón de la nube. A la niebla.
No podías saber lo que yo ya sabía; que el patio y el romero y las tapias de piedra roja y gris, no te esperaban. Ni que andarías perdido en el camino de casa hasta encontrarlos a ellos; los robles del barranc d'els horts..

1 comentario:

MATERIALES RENAU SL dijo...

Hola muy buenas noches:
En principio me voy a identificar; te diré que me llamo Enrique y en alguna ocasión coincidimos en la casa rural del Sr. Folch en Castellfort.
El hecho de permanecer convaleciente me lleva a disponer de tiempo.
Buscando blogs y artículos sobre Castelfort me alegra mucho encontrar "larocamagica" y su contenido, pues queriendo estar mucho allí este año 2010 se ha empeñado en depararnos mas bien pocas alegrías y las circunstancias nos atrapan aquí abajo.
Me ha encantado cuanto he leído y las fotos
publicadas.
Bueno, es evidente, me encuentro inundado de nostalgia.
En cualquier caso Montse va para ti y tu pareja un saludo cordial de parte de Carmen (mi pareja), y de mi mismo.